La víctima y una retórica de represión.

En Chile han ocurrido una serie de cambios en el campo discursivo que permiten pensar en ciertas modificaciones en los procesos sociales que hablan de nuevas formas de concebir la realidad. Estas modificaciones han afectado, entre otras cosas, a la manera de entender el delito y  a los implicados en él. En este ensayo se abordará específicamente el nuevo status que adquiere la figura de la víctima y las consecuencias políticas que se desprenden de esta manera de entender la realidad delictiva.

Para empezar, se hace necesario realizar una revisión del concepto de “víctima” para entender la emergencia de su aparición y su relación con las políticas de seguridad.

Uno de los primeros lugares donde se aborda la idea de víctima corresponde al espacio legal. En un inicio, con la criminología, surge el interés por el delito pero referida principalmente a la cantidad y calidad de la pena. Esta importancia por el cálculo de la condena por sobre los involucrados en el crimen respondía a la concepción de sujeto que imperaba en aquella época y a su relación con el Estado. Se entendía que el sujeto era antes que todo racional, dueño de sí mismo y por ende responsable de sus actos. Bajo esta mirada “la sociedad y el estado quedaban exonerados de toda responsabilidad en el origen de la criminalidad.” (Bodero, E., s/f, p.3) debido a que el crimen era comprendido como un problema entre dos sujetos autónomos y responsables de sus acciones y no como un fenómeno social.  Interesarse por la víctima o por el victimario hubiese implicado para el derecho penal “(..) reconocer la corresponsabilidad de la sociedad y el Estado en la gestación y producción del crimen, cuestión absolutamente inadmisible para una  sociedad política y económicamente estructurada sobre la base del más acendrado individualismo.” (Bodero, E., s/f, p.3).

Posteriormente surge otra corriente criminológica que intenta hacer frente a las preguntas sobre las causas que llevan a los sujetos a cometer los crímenes por los cuales eran encarcelados. Este nuevo enfoque de la criminología llamado escuela positivista concebía al sujeto como un ser pasivo que se encontraba a merced de un serie de estímulos tanto internos como externos que lo determinaban. En ese sentido era posible identificar causas que motivaban las acciones de los sujetos. De esta manera se pasa de concebir al individuo de forma aislada, a concebirlo  como inserto en una situación y portador de ciertos rasgos. Para tener conocimiento sobre este nuevo escenario se incorporaron otras disciplinas al estudio del delito como sociólogos, psicólogos, etcétera, con el fin de descifrar los elementos detonantes del crimen y por ende  las causas de los comportamientos de los delincuentes. La víctima mientras tanto no era objeto de estudio ni atención por parte de la mirada científica ya que no se la consideraba como parte del delito, la victima era sólo un accidente (Bodero, E., s/f).

Sin embargo, esta concepción cambia cuando en las investigaciones se observa que la víctima tiene una gran participación en los sucesos e incluso a veces era la causante del delito. Esto, sumado a otros estudios paralelos como el de Hentig y Mendelsohn donde se demuestra que la víctima es un sujeto activo capaz de incidir en la “configuración del hecho delictivo, en su estructura dinámica y preventiva” (Cuarezma, J.,s/f, p.300), permiten la creación de una disciplina referida a la víctima, la victimología. De esta corriente se configura todo un conocimiento acerca de la víctima, se la clasifica (en categorías como víctimas tan culpables como el infractor, victima más culpable que el infractor y victimas simuladoras),  tipifica, se estudian las causas de su victimización, se elaboran instrumentos para detectarla y medirla, también programas para prevenirla. Se estructura todo un armazón técnico con el fin de someter a este nuevo actor judicial al saber científico .Las consecuencias de estas acciones es que se trastoca aquella noción de víctima referida al ámbito judicial y la noción de víctima comienza a operar en otros campos discursivos: “Así, en este sentido más amplio, se habla también de víctimas de catástrofes naturales o accidentales, pero también de víctimas de situaciones en las que, aunque existe un ofensor identificable, pese a su proximidad con lo penal, no pueden ni deben ser concebidas como hechos delictivos.” (Ceverino, A., s/f, p.1). En lo que respecta a este ensayo se circunscribirá a la comprensión de víctima referida  al espacio judicial, es decir, aquella que se define en cuanto participante de un suceso delictual.

Como bien decíamos, la victimología crea un entramado de datos, teorías e instrumentos en torno a la víctima, pero eso deja de ser suficiente y se crea luego, en la década de los ochenta aproximadamente, una preocupación por la subjetividad de ésta. Se consideran  las consecuencias que tiene en ella la agresión y de esta manera se releva su sufrimiento y posibles daños. El foco entonces se comienza a posicionar en las necesidades de las víctimas, se dictan derechos para resguardar su integridad, se elaboran programas en el ámbito judicial que tienen por fin buscar su reparación (Cuarezma, s/f). Se instituyen procesos judiciales que contemplan un lugar para la víctima durante el desarrollo de la investigación , el aparato público estatal se moldea en torno a la protección de esta nueva figura. La víctima deja de estar invisibilizada y aparece como un sujeto a ser protegido. Se introduce entonces un tercer elemento en la relación victima-victimario, el Estado, que intenta armonizar “un juego de fuerzas entre la víctima y el victimario, considerada la víctima como débil” (Retamal, S., 2002, p.224). El efecto de esta fuerza en el proceso penal produce consecuencias contrarias a las que se podría pensar en las victimas. En vez de convertirlas en sujetos, en agencias  capaces de actuar sobre lo que les ocurre termina cosificándola en la medida en que las instrumentaliza, las convierte en una excusa para castigar al victimario. De esta manera “el estado esgrime sus propios intereses de conservación del orden y control de la violencia  (a través de otra violencia) para perseguir los delitos, convirtiendo a la víctima en una prueba y no en un participante ni agente de la resolución de sus conflictos” (Retamal, S., 2002, p.224). Como señala Martínez  el sistema penal despojó a la víctima de su calidad de tal para poner en su lugar a la comunidad, “El sistema penal ha sustituido a la víctima real y concreta por una víctima simbólica y abstracta: la comunidad” (s/f, p.220)

Es a través de la imagen de la víctima como una nueva retórica ha ido instalándose como idea hegemónica, legitimando políticas que están orientadas a la ley y el orden, que da pie para que se manifieste una mayor represión por parte del estado. Se plantea entonces una relación entre protección y represión donde primero se realiza una constatación del todo cuestionable: “hay mayor delincuencia” y luego se piensa como única forma de  “seguridad” la coacción hacia un otro, “el delincuente”. De un lado queda la comunidad y del otro el “delincuente” que se caracteriza por estar escindido del lazo social.

Pero, ¿a qué nos referimos con  políticas de ley y orden?

La idea de un discurso de ley y orden surge en EEUU durante los años 60,  que se caracterizó por una construcción social del crimen basado en el pánico moral con el fin de contrarrestar los aires revolucionarios de aquella época. Este pánico moral era causado por problemas sociales, donde la preocupación pública, de los medios de comunicación y el estado eran mayores a la gravedad del problema (Grime, Loo, 2004). La elaboración de un discurso de pánico social creada y difundida por una elite permitía obtener sentimientos punitivos por parte de la opinión pública que validaban la creación de políticas más represivas.

Es posible identificar este tipo de estrategia discursiva en Chile que se articula en torno a la figura de la víctima. Así se configuran políticas de protección para ésta (que finalmente termina siendo la representante de la comunidad) , que responden a políticas represivas. La seguridad queda relacionada a la idea de coacción. Esto queda de manifiesto en las prioridades de la agenda pública. Como dice un estudio “La percepción ciudadana sobre la evolución de los indicadores relacionados con la delincuencia ha puesto a este problema en los primeros lugares de la agenda pública” y luego agrega las siguientes políticas que han ido en esa dirección “Las intervenciones del gobierno han apuntado a aumentar los recursos a las policías, a reforzar la oferta pública existente en materia de seguridad ciudadana y a la implementación de políticas antidelictivas. Entre estas últimas se pueden citar los siguientes programas impulsados por el gobierno: la  “Reforma Procesal Penal”, el “Plan Cuadrante de Seguridad Preventiva”,  el Programa “Comuna Segura, Compromiso 100”, “Barrio Seguro”, “Política sobre Drogas” impulsada por el Consejo Nacional para el Control de Estupefacientes (CONACE), la “Política Penitenciaria”, los programas impulsados por el Servicio Nacional de Menores (SENAME) y las “Acciones de las Gobernaciones en materia de Seguridad Ciudadana” (ver DSCMI 2004).” (Covarrubias, Fruhling, H., V., Mohor, A., Olavarría, M., Prado, F., 2006, p.2). Y este tipo de políticas va en ascenso. En el último discurso presidencial se prometió la celeridad del proyecto de ley para crear un Ministerio de Seguridad pública, también la ampliación de  los planes cuadrantes de carabineros y el reforzamiento  de las Fuerzas Armadas entre otros (Piñera, 2010), fortaleciendo de esta forma la creencia de que Chile esta inseguro y que por ende necesitamos mayor control social

Ahora bien, cabe preguntarse ¿qué consecuencias políticas generan este tipo de discursos?

Por un lado hemos mencionado que uno de los problemas con este tipo de propuestas discursivas es que crean la sensación de que requerimos  mayor represión. Esto genera la legitimación de prácticas autoritarias por parte del estado, detentor de la fuerza pública,  lo que pone en riesgo nuestra libertad.

Otra de las consecuencias tiene directa relación con la noción de delincuente que se encuentra inmersa en la idea de víctima. Cuando la opinión pública pide mayor castigo para aquel que delinque y las políticas van en pos sólo de reforzar la protección o seguridad generando mayor represión en nombre de la víctima, el otro lado, el del agresor queda totalmente deslegitimado. El peligro de esa construcción de la realidad es que el victimario pierda su calidad de sujeto puesto que en ese tipo de discursos llamados de “ley y orden” no hay espacio donde reconocer algo de uno mismo en el acusado.  El victimario queda reducido a una especie de animal que actúa por instinto y como consecuencia sólo queda exterminarlo, pues ¿qué se puede hacer con un individuo que está diseñado constitucionalmente para dañar a otros?. Como dice Retamal “la víctima, por su parte, desconsidera al ofensor, lo reprime en cuanto sujeto deseante, no comprende su propia negación para el victimario, y por ende nuevamente la relación queda detenida y no comprendida” (Retamal, S., 2002, p.225).

Camila Toledo O.

2 Respuestas a “La víctima y una retórica de represión.

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  2. Gracias por el artículo !

    Una buena segunda parte podría ser el rol que juegan los medios como agente de socialización de la perspectiva.

    Es impresionante la cantidad de juicios de valor que desde el periodismos intentan aniquilar al ofensor como sujeto. Son incontables los periodistas pelmazos que se creen poder judicial y que creen poco menos que sus despachos de crónica roja picantes sirven como base para juzgar a un sospechoso. En la tele no existe la presunción de inocencia. Son todos culpables en vivo y en directo !!

    Eso sería mi aporte, mucho menos académico, pero no por eso de vieja culia (como dice alguien que conozco) jaja !.

    saludos y wen ensayo !

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